Cuando Genaro
se acerca a la gente, nadie lo escucha. Y no los culpo, es raro que alguien se
quite sus audífonos para darle el tiempo a un desconocido, más aún si ese
desconocido tiene una apariencia descuidada y huele no tan bien.
Yo iba hacia
mi casa en la 212 y en el metro Macul este sujeto, Genaro, se sube sin pagar el
pasaje y mendiga palabras a todos los pasajeros. Yo me encontraba al final, en
esos asientos donde todos evitan sentarse, mientras más solo estés en la micro,
mejor. Iba cantando mentalmente y haciendo mi mejor imitación del gran Lemmy
moviendo mis dedos a más no poder. Pero algo de Genaro me llamó la atención, no
pedía plata, no entregaba calendarios ni mensajitos de Dios, solo pedía unos
minutos de atención. Este interés hizo que me quitara los audífonos y lo
saludara cuando se sentó a mi lado. Como si fuese un alivio, como si mi “Hola”
fuese todo lo que el necesitaba, Genaro empezó a llorar. Al principio me costó
reaccionar, luego traté de calmarlo. De aquí en adelante solo vi brillo en sus
ojos, Genaro estaba feliz, feliz de que alguien lo escuche y trate de
consolarlo. Le conté de mi vida como para cambiar de tema, pero el volvió a
llorar, me dijo que estaba triste por su depresión, su familia y su amor
fallido. Me nombró una Susana, una Margarita y un Manuel, según él, las
personas que más amaba en la vida. Me pidió consejos para vivir, un hombre
adulto con un leve retraso y depresión me pidió consejos de vida. Yo sentí
susto, porque en mis veinte años de vida solo le había dado consejos a amigos
de mi edad, pero naturalmente comencé a hablar y él escuchó. Escuchó y lloró,
escuchó y sonrió, escuchó y agradeció. Lo único que necesitaba Genaro era alguien
que, sin saber muy bien que decir, le dijera algo. Alguien que se diera el
tiempo de escucharlo, alguien que no lo juzgara por su hedor, su apariencia o
su enfermedad. Afortunadamente ese alguien fui yo, y Genaro me agradeció todo
el viaje, pero realmente el que debe agradecer soy yo.
Gracias Genaro.
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