Se llamaba Mónica, nunca me gustó su
nombre pero aun así sentía que la amaba. En mi calidad de niño idee un plan
para llamar su atención, de esa forma podríamos hablar y quizás ir a tomar un
yogurt juntos.
Sonó la campana que indicaba el recreo
en el jardín, era el momento de brillar. Tomé el escobillón de la sala, acerqué
dos mesas y usé el palo del escobillón como puente. El plan era perfecto,
llegar de un extremo a otro y ser el ídolo de Mónica. Ahora que lo escribo, suena
estúpido, pero ser estúpido es parte esencial de ser niño y, ciertamente, una
de las cosas que más extraño de esa etapa.
Cuando subí a la mesa sentí adrenalina
por primera vez en mi vida, la corta distancia entre las mesas se hizo más larga
vista desde ese lugar. No podía echar pie atrás, no quería que Mónica pensara
que era un cobarde. Me armé de valor y comencé la acrobacia. Sentí nervios
porque vi a Mónica expectante, además del demás gentío que realmente no me
importaba.
Bastó con el primer paso para darme
cuenta que un palo redondo no fue una buena idea. Al poner el pie sobre el improvisado
puente el escobillón dio un giro y el plan perfecto se convirtió en un fracaso.
Mi cabeza chocó de tal manera con el suelo que de inmediato sentí la sangre
correr sobre mi ojo, bajar por mi mejilla y entrar a mi pequeña boca. Hay algo
sobre el sabor de mi sangre que me fascinó. El golpe hizo que pusiera en duda
mi calidad de niño humano y pensara en la posibilidad de ser un niño vampiro.
Descarté esta posibilidad, ya que mi madre, religiosa, tenía muchas cruces que
nunca me hicieron daño.
Las risas se desvanecían de a poco, mis
ojos se cansaron y finalmente se cerraron. Estaba inconsciente, aunque no
recuerdo nada de esto por lo que sería una falacia relatar el proceso. Desperté
esa misma tarde en una camilla, con mis ojos tapados y un doctor cociendo muy
cerca de mi ceja derecha. No sentía dolor, solo la aguja entrando y saliendo.
Aunque el dolor físico era nulo, sentía pena por mi plan fallido. La imagen de
Mónica riéndose era más dolorosa que cualquier aguja penetrando mi cara. La
esperanza destruida en un abrir y cerrar de ojos, literalmente.
Volví a clases la semana siguiente. La
cicatriz era muy visible en ese entonces y un vistoso hilo verde resaltaba al
costado de mi ojo derecho. No quería entrar a la sala, sería el hazmerreír. Lo
curioso fue que Mónica fue la primera en hablarme, me dijo que estuvo muy
preocupada y que le encantaba como me veía con esa cicatriz. Después de todo el
plan si funcionó. No de la manera que esperaba, pero como dice mi madre “todo
pasa por algo, y ese algo siempre es para mejor”.
Al siguiente recreo disfruté un yogurt
con Mónica, me contó que se iba de la ciudad en unos días. Todo pasa por algo,
y ese algo siempre es para peor.
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