martes, 15 de noviembre de 2016

Todo pasa por algo

Se llamaba Mónica, nunca me gustó su nombre pero aun así sentía que la amaba. En mi calidad de niño idee un plan para llamar su atención, de esa forma podríamos hablar y quizás ir a tomar un yogurt juntos.

Sonó la campana que indicaba el recreo en el jardín, era el momento de brillar. Tomé el escobillón de la sala, acerqué dos mesas y usé el palo del escobillón como puente. El plan era perfecto, llegar de un extremo a otro y ser el ídolo de Mónica. Ahora que lo escribo, suena estúpido, pero ser estúpido es parte esencial de ser niño y, ciertamente, una de las cosas que más extraño de esa etapa.

Cuando subí a la mesa sentí adrenalina por primera vez en mi vida, la corta distancia entre las mesas se hizo más larga vista desde ese lugar. No podía echar pie atrás, no quería que Mónica pensara que era un cobarde. Me armé de valor y comencé la acrobacia. Sentí nervios porque vi a Mónica expectante, además del demás gentío que realmente no me importaba.

Bastó con el primer paso para darme cuenta que un palo redondo no fue una buena idea. Al poner el pie sobre el improvisado puente el escobillón dio un giro y el plan perfecto se convirtió en un fracaso. Mi cabeza chocó de tal manera con el suelo que de inmediato sentí la sangre correr sobre mi ojo, bajar por mi mejilla y entrar a mi pequeña boca. Hay algo sobre el sabor de mi sangre que me fascinó. El golpe hizo que pusiera en duda mi calidad de niño humano y pensara en la posibilidad de ser un niño vampiro. Descarté esta posibilidad, ya que mi madre, religiosa, tenía muchas cruces que nunca me hicieron daño.

Las risas se desvanecían de a poco, mis ojos se cansaron y finalmente se cerraron. Estaba inconsciente, aunque no recuerdo nada de esto por lo que sería una falacia relatar el proceso. Desperté esa misma tarde en una camilla, con mis ojos tapados y un doctor cociendo muy cerca de mi ceja derecha. No sentía dolor, solo la aguja entrando y saliendo. Aunque el dolor físico era nulo, sentía pena por mi plan fallido. La imagen de Mónica riéndose era más dolorosa que cualquier aguja penetrando mi cara. La esperanza destruida en un abrir y cerrar de ojos, literalmente.

Volví a clases la semana siguiente. La cicatriz era muy visible en ese entonces y un vistoso hilo verde resaltaba al costado de mi ojo derecho. No quería entrar a la sala, sería el hazmerreír. Lo curioso fue que Mónica fue la primera en hablarme, me dijo que estuvo muy preocupada y que le encantaba como me veía con esa cicatriz. Después de todo el plan si funcionó. No de la manera que esperaba, pero como dice mi madre “todo pasa por algo, y ese algo siempre es para mejor”.

Al siguiente recreo disfruté un yogurt con Mónica, me contó que se iba de la ciudad en unos días. Todo pasa por algo, y ese algo siempre es para peor.

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